Oigo el tintineo de las campanas y el rugido de los motores, estrepitosos y roncos.
Es un balcón para sueños. En el alma, la paz y la esperanza. Al fondo la montaña y cerca
los verdes almendros, que juegan con el aire en una danza.
Olivo centenario, clavado y anclado en la dura tierra, con raíces de hierro y plomo.
Tu tronco fornido, recio y musculoso como un atleta de cuatrocientos años. Con tus ramas
verde-plata coronaste a los dioses y ungiste con tu bálsamo los brazos fornidos de los héroes
del Olimpo. Hoy me gusta mirarte, aunque eres viejo y rugoso.
El sendero y el pueblo al fondo.
La vereda me señala el camino del pueblo. El horizonte llena mis ojos de luz, con la
Pandera al fondo y los olivos, como puntos verdes, se pierden en el gris horizonte de
las empinadas cuestas.
Una antena blanca se levanta al cielo en busca de las ondas. La nieve la fundió
en plata y las ondas, frías y heladas como témpanos de hielo, cantaban un haz de
sonidos, unas sinfonías, que como duendes juguetones se prendían en la noche.
La Iglesia de mi pueblo tiene una torre, apuntando al cielo y acostada en la plaza y
en la casa del prior. Hoy se ha vestido de nieve. Desde su altura vigila al pueblo
y contempla los campos. Allí se posan las palomas y juguetean los gorriones. El volteo
de las campanas llama a gloria y el repique de los esquilones a muerto. El murmullo
de sus sones se oye en las vegas, donde los campesinos trenzan los trigales.
El aire, sin el toque de las campanas, no tiene resonancias eternas. Sin campanas
no podría vivir. Sin campanas viviría en la soledad, ya que ellas me despiertan y abren
a Dios. Hoy estoy muy contento, porque el campanario se ha vestido de novia.
La nieve
Me envolvió la nieve blanca;
sus fríos copos besaron mi frente.
Un infinito horizonte de leche
cubrió los olivos verde-plata.
Los chopos inclinaron su frente,
los ángeles lloraron en el cielo,
y las grises golondrinas en el alero
cantaban salmodias de nieve.
Una amplia alfombra blanca,
cubría las colinas y senderos.
entre el embrujo y el encanto,
de los copos de grana-escarlata.
En el cielo cantaban los vendejos
y la tierra se cubría de blanco.
Nieve blanca,
Blanca espuma,
luz de la mañana,
aire y bruma
en una noche blanca.
fuente de nácar
y aljófar.
Al nacer el alba,
caían los copos sobre mi frente.
Un velo tenue, cubrió el agro.
Y una luz clara, cruzó el campo.
Todo es blanco, cristal de luna,
Todo es blancura, y refulgente rayo.
Los grises álamos
cimbreaban su talle,
y lloran lágrimas amargas.
La larga llanura,
se vestía de novia,
y mis largas pisadas
quedaban gravadas
en la redonda noria
del aire y del viento.
Miré tu talle,
horizonte de leche,
con sabor a agua.
El cerro del Castellón es la síntesis de todas las culturas.
En ti pusieron el pie todos los pueblos. Fuiste testigo de muchas historias, de muchas
hazañas, y de muchas escaramuzas. En tu castillo se gestaron todas las traiciones y
todas las gestas. Tu suelo lo pisaron los romanos, los árabes, y los castellanos. Eres
la tierra más pisada, más besada, más mecida de todos los contornos. Por ti pasaron
los poetas, los filósofos, los guerreros, y los reyes.
Hace doscientos años, érais miles. Hoy nadie os quiere. Sólo quedáis dos o tres en el pueblo.
A mi me gustan los asnos, aunque no sean como el platero de Juan Ramón Jiménez. ¡Sois tan dóciles y mansos, tan sufridos y pacientes, tan estoicos y resignados! Los burros mecánicos son más estridentes y me revuelven el estómago. Recuerdo que cuando era niño, montado en tus lomos, recorría los caminos y las veredas que llevaban al pueblo. Todo el camino era silencio. Ahora se ha perdido la quietud y todo es alboroto con tanto coche y tan pocos burros. Me gusta que San Francisco llamara a su cuerpo el hermano ásino.
El muérdago es una planta parásita. En Valdepeñas parasita los espinos. Sus hojas siempre verdes, duras y carnosas, brillan en el fondo-verde del majoleto. Sus bayas blancas y pegajosas envuelven con sus tentáculos la corteza de lo árboles. Para los celtas era una planta llena de magia y misterio. Con una rama de muérdago en la mano tenías asegurada la felicidad, la paz, y la buena suerte. Un beso dado bajo las ramas del un árbol invadido por el muérdago hacía que ese amor fuera eterno y fecundo. Los celtas lo colocaban en los dinteles de sus casas en el solsticio de invierno, ya que era una planta sagrada, y bendecida por los dioses, llenaba las casas de dones y gracias. Aunque era venenosa, lo curaba casi todo, la tensión arterial, el cáncer, la hepatitis. Lo único que no me gustaba es que se que chupara la savia de los espinos y los secara.
Aquel año, el agua fue una bendición del cielo. Un manto de margaritas blancas y amarillas
invadían la pradera. Una alfombra de colores blancos, naranjas, rojos, y verdes se balancea
al rito de la fresca brisa de la tarde. Las margaritas lloran cuando las piso con mis pies. Oigo
su quejigo profundo, que me estremece. Perdonad, les digo, no tengo otro camino. Si de
verdad nos amaras, pasarías volando sobre nosotras, me dijo una margarita impertinente.
Era verdad, los pétalos de la margarita blanca y su corazón amarillo eran un cuadro pintado
por Dios. Sus hojas dentadas, y su talle delgado se elevaban al cielo, como novias en la tarde. San Francisco las llamaba la hermana margarita.
Hasta su nombre latino es ritmo. Rosmarinus me sugiere un mar de rosas. Hace tiempo leí
una leyenda. Un Rey persa hacía dos baños al día con flores de romero, albahaca, cantueso y
salvia, diluidas en agua caliente. Todos contemplaban al Rey y su piel tersa, blanca, y
reluciente como la de un joven de veinte años. Sus súbditos creían que el rey era inmortal y
eterno, ya que ni las arrugas besaban su frente ni las canas cubrían su cabeza. El Rey no
quiso desvelar su secreto, aunque lo dejó escrito en unos viejos pergaminos. Conociendo la
leyenda, yo planté unas matas de romero en mi huerto, ya que me gustaba oler el perfume
de sus flores lilas, blancas o azules. Un ejército de abejas hacendosas recorría sus flores en
busca de un néctar, que trasformaban en una miel de perfumes divinos. En mi bañera un día
esparcí los deliciosos perfumes del romero, pero me parece que era demasiado viejo y mis
arrugas siguieron lo mismo.
Flor de cerezo,
blanca y rosa,
cereza roja,
de sabor acebo.
Un olor perfumado,
llena los aires;
tus pétalos blancos,
son tapiz de nardos.
Mi cesto se llenó
de rojas cerezas.
Y mi gusto palpó
tus ricas esencias.
Carlina racemosa
Pertenece a la familia de los cardos. Su talle verde-oscuro. Es majestuoso como un candelero de plata. Es como una pirámide egipcia, que se levanta a metro y medio, con una lanza que corta el horizonte infinito. De su tronco nacen unos brazos, que forman su esqueleto piramidal, en el que van naciendo unas flores amarillas. Siempre que pasaba hacia mi huerto, unos jilgueros saltaban de sus ramas, asustados por mi presencia. Este verano la he sembrado, porque me gusta admirarlo y tenerlo cerca.
El agua cantaba,
rodando en el río;
la fresca brisa rizaba
el cristal terso y frío
al caer la cascada.
Cloaba la rana
en la verde ribera,
y una trucha saltaba,
rápida y ligera
en busca del cielo.
Sentado en la ribera,
la brisa besaba mi cara,
y unas gotas de agua,
cantaban en la ladera.
El canto del río
remansaba mi alma,
y sembraba el rocío,
en el campo grana.
Un horizonte de espinos blancos se extiende a mis pies. Sus pétalos blancos juegan con el aire acariciados por el viento, formando una pradera de nieve. Unos aromas perfumados de esencias divinas llenan el aire. Sus flores saben a tila y sus vayas rojas, como diminutas cerezas, son amargas y fuertes. Sus pétalos son como rosas pequeñas. La leyenda dice que las hadas y duendes se paseaban por los bosques de espinos. Sus árboles preferidos eran los robles, los fresnos y los majuelos. En el día de san Juan los enamorados colocaban un florero con flores de espino. Desde que leí en Hipócrates que las esencias de sus flores curaban los dolores del corazón, las angustias, las penas, la taquicardia, las tensiones y las insuficiencias cardiacas adoro los majuelos. Por esto mi corazón funciona a pleno rendimiento. En el Tejuelo está el espino más viejo del pueblo. A su sombra, durante muchos veranos soñé y soñé, cuando era joven.
Soneto a una encina
Sublime, noble, y gigante encina,
anclada en un horizonte infinito;
oigo de tus ramas el quejido,
y el aire que canta en la colina.
Besé tu tronco rugoso y seco,
y la sombra de tus largas ramas,
me cubrió como una tenue gasa.
Al rato desperté de este sueño,
y me acerqué a ti sigiloso y quedo,
toqué el perímetro de tu torso,
e inquirí tu presente y pasado.
Un milenio en mis ramas cuento,
dijiste; soy la diosa del cosmos,
y la ninfa de los maduros prados.