jueves, 26 de septiembre de 2013

HISTORIA DE U JILGUERO


            Historia de un jilguero
            Todas las tardes, cuando me bajaba del coche, junto al cortijo, me esperaba un jilguero (colorín se llamada en mi pueblo, porque iba vestido de colorines). Cuando me dirigí hacia él, levantó el vuelo y se montó en las copas de una  noguera. Así un día y otro día. Me sorprendió que una tarde el colorín no se asustó. Abrí la puerta del cortijo, entré, me asomé y lo contemplé, mirándome tranquilo. Pica la hoja de un kiwi, dándome la bienvenida. Mi amistad silenciosa empezó a crecer, ya que todos los días hacia lo mismo. Ufano u moviendo la cabeza, me descubría su pido redondo, afilado y pardo. Cuando le hablaba picaba la hoja del Kiwi y así me mostraba, que mi compañía le era grata. Veía su máscara roja y blanca teñida de negro. Me miraba y cada vez lo veía más bello. Diría que se reía, si es que los pájaros ríen  Así tarde tras tarde y siempre el mismo juego.
         Un día desapareció y al rato sentí su canto en la lejanía. Yo sabía que el ruiseñor acompaña con sus trinos a la hembra, cuando engüera. Mi colorín lo bauticé con el nombre de Pepe., Montado en el nogal cantaba y cantaba, acompañado a la hembra en su engüere. Pero no sabía dónde estaba el nido. No hice por buscarlo,  ya que los entendidos me había dicho, que si la hembra descubre que has visto el nido, lo abandona. Tomé unos primaticos, para descubrir de lejos el nido. Fue imposible mi búsqueda;  solo descubrí a Pepe, que me mostraba su cola  y ala negra, terminada en una franca amarilla encaramado en lo alto del laurel. Estuve varios días sin venir al pueblo. Un tarde de domingo, esplendida de sol, me bajé el coche, me senté a gozar del canto de un ruiseñor, que cantaba una y otra vez, una sinfonía más bonita que la quinta de Beethoven.
           En aquella quietud y silencio que me embargaba, sentí un chirrido casi inaudible y descubrí casi en mis narices, en las ramas cruzadas de un kiwi,  un nido redondo y a una madre que estaba dando de comer a sus niños. Ya no se asustaba al verme y con un frenesí casi loco, el padre y la madre, no daban abasto a saciar a aquellas cabecitas, que alzaban sus picos al sentir el aleteo de sus padres. Todas las tardes que llegaba, me sentaba en un sillón para contemplar la misma escena. Tan pequeños eran muy comilones y a pesar de su pequeñez, levantaban sus cuerpos y cagaban fuera del nido. Cuando ya estaban volantines, una tarde tuve una visita, se asustaron, salieron volando y los padres muy preocupados, corrieron tras ellos, hasta que lograron cobijarlos bajo las ramas de un peral. Estuve una semana sin venir al pueblo. La primera tarde que llegué me visitaron, los pequeños con miedo, la madre y el padre, tranquilos, me miraban con mucho cariño, picando las hojas de una parra. La escena se repitió muchas tardes. No me sucedió lo que a san Francisco, que se posaban las aves en sus hombres, ni lo que a Baltasar el sastre de Valdepeñas, que se le metieron en la sastrería. Me quedé muy triste cuando me dejaron en busca de los cardos de los caminos. A finales de octubre, marcharon  volando hacia África, me dejaron triste y huérfano de su presencia. Me hice esta pegunta ¿Vendrán el año que viene? Espero su vuelta el próximo año.